sábado, 21 de diciembre de 2013

ULISES Y LA MAGA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

“Todos somos nada más que la encrucijada de un laberinto de fantasmas”

París, 13 de noviembre de 2013.

A Ulises le gustaba hacer el amor con la maga Circe porque nada podía ser más importante para él, y al mismo tiempo de una manera difícilmente definible, el placer lo alcanzaba por un momento y por eso se aferraba desesperadamente a ese cuerpo y prolongaba el abrazo, era como querer eternizar ese momento y así conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco oscura que lo perturbaba porque era temeroso de las imperfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando lo veía regresar a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarlo profundamente, incitarlo a nuevos juegos, y la otra, la credulidad crecía debajo de él y lo arrebataba, se sentía entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por un barranco, arañando el tiempo con las uñas, entre quejidos y un ronquido exasperante que duraba una eternidad.
Una noche le clavó los dientes, le mordió el brazo hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir, un poco perdido en sus divagues, y hubo un confuso cruzar de miradas sin palabras, Ulises sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo que en ella no era normal, un oscuro deseo reclamando una aniquilación, la lenta carcajada que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver al minotauro al laberinto y el mar al cielo, se aferró salvajemente a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la doblegó y la usó como si fuera una muñeca de trapo, la conoció y le exigió las servidumbres de la más sometida mujer, la sintió Galatea, la tuvo entre los brazos oliendo a secreciones, le hizo beber su humanidad que corría por la boca como un desafío a los Logos y a las Pausas, le succionó la eternidad milenaria de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a una mujer, se fundió con la piel, el pelo y sus quejas, la poseyó hasta lo último de sus fuerzas, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara.
Luego fueron a tomar un café al Old Navy en el boulevard de Saint Germain, y esa noche los dos cerraron un candado de vagas promesas en la telaraña de amores del Pont des arts, y la llave la tiraron al Sena.


jueves, 8 de septiembre de 2011


Miles de fotos que me tornan cautivo,
de un sublime ejército de pinceles invisibles.

Majestuosas figuras atávicas,
como el backstage de un vernissage improvisado.
...
En ese mundo, unas figuras inefables,
intentan atrapar el momento en que la vida,
se plasma en lugares alejados,
para convertirse en una línea de puntos
donde nadie ha llegado jamás,
a excepción de ellas y su alma...

miércoles, 3 de agosto de 2011

miércoles, 16 de marzo de 2011

EL DÍA QUE CONOCÍ A iNÉS. POR CARLOS RAFAEL LANDI


Hay vidas enteras que nacen y mueren sin que haya sucedido nada importante, y días
que valen por toda una vida"


Los recuerdos suelen tener la pureza de un día soleado. Tal vez por eso la imagen de Inés me viene de golpe cada vez que regreso a ese 31 de Julio. Y claro, también aparecen los días del colegio, cuando la vida apenas consistía en correr unas cuadras detrás del colectivo solo por el gusto de mirar en secreto a la profesora de Caligrafía, escuchar canciones en el Wincofon de Los Beatles, Los Gatos o Sylvie Vartan, y también tocar el bajo en el grupo Leyenda.

A veces me parece ver a Inés salir de la escuela, pecosa y exacta como hace tantos años... Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que la vida es una especie de ilusión óptica: vemos lo que no existe o lo que existió alguna vez y que nunca más tendremos. Es entonces cuando regreso a ese día en que su imagen cambió para siempre todos mis inviernos.

Fue esa tarde de Julio calurosa. Yo tenía entonces diecinueve años y no conocía otra cosa que no fuera la adoración a ídolos o la melancolía. Recuerdo clarito cuando salió del colegio a las seis menos cuarto y la crucé en José María Moreno, casi por un azar, era un arreglo de la tía Coca. Aunque tenía miedo de decir algo que no le gustara no parecía perturbarse demasiado. Por el contrario: la hice reir.

Creo que fue justamente esa primera imagen -su rostro radiante- la que me hizo comprender que Inés no parecía de este mundo. Sólo la música me parece capaz de expresar la vehemencia que experimenté aquella tarde. Inés era hermosa, y su rostro tenía una armonía tan perfecta que no dejaba lugar a dudas: era casi un ángel.

Ese día comenzó mi locura. Empecé a frecuentar su casa con la secreta intención de verla nuevamente y hasta cometí algunos excesos, lo reconozco. Pero ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?. Ella había trastocado mi vida para siempre.

Le gustaba leer a Freud -lo hacía de soslayo para no levantar ningún manto de sospecha-, mientras yo me quedaba mirándola desde algún lugar distante con el enamoramiento propio de un adolescente enajenado: esperando el momento oportuno para saltar el abismo que existía entre su divinidad y mi intelectualidad reprimida.

Así pasaron varios meses en los que, con una exagerada actitud de desesperación, corría al colegio y a la casa sólo para verla. El lugar comenzó a hacerse conocido y cuando llegó la primavera me encontré invadido totalmente por el amor. A veces me escondía entre las tapas de sus libros y pasaba horas embelesado contemplando su rostro ausente, como el de un doliente al que se le acaban las oraciones. Otras veces -sobre todo cuando los amigos maliciosos rondaban el lugar- simplemente merodeaba como un perro sin dueño por las márgenes de su entorno para controlar que nadie la perturbara.

De a poco fui descubriendo que las Escrituras tienen razón. El amor es brujo: conoce los más íntimos secretos pero también exige los más grandes esfuerzos. Tal vez por eso, el amar a Inés en esa forma, significó no sólo una locura de juventud sino también mi única redención.

Con el tiempo conocí más cosas sobre ella. Supe de su interés por Vivaldi y los relatos de Cortázar (Rayuela). Pero sobre todo -y esto explica algunas cosas-, pude conocer que había nacido para mí. De su familia, en cambio, vi una madre rica en virtudes culinarias que nunca traspuso la puerta de su casa y un padre que simulaba muy bien ser autoritario, esos eran sus referentes inmediatos. Tenía también un hermano tan blanco como ella que concurría al tercero B y con el que solía jugar algunas veces en el patio de su casa, y además una hermana, también muy bella con la que grabábamos en mi Sony obras de terror de Narciso Ibañez Menta y con la que una vez fuimos solos al cine a ver una de Drácula.

Por fin, guardé mis dudas sobre sus gustos en el bolsillo y decidí regalarle un libro, no sabía si le iba a gustar. Había trazado un plan: la esperaría a la salida de la escuela, pero un examen sorpresivo de Matemáticas se encargó de arruinarme la partida. Cuando llegué a la casa Inés ya estaba sentada en la mesa estudiando, rubia y hermosa, como si estuviera posando para un fotógrafo imperceptible. Tenía toda la nerviosidad del atardecer.

La miré inmóvil desde mi escondite, entre las hojas de un viejo libro, mientras contenía la respiración. Temía que el menor movimiento transformara mi miedo en el desencanto de ella. Mi estómago parecía sufrir las consecuencias del momento: un dolor se movía dentro amenazando con arruinar la entrega de la preciada obra, le iba a regalar "Cien años de soledad" de García Márquez y no sabía como reaccionaría.

De pronto -casi intencionalmente-, Inés miró sonriente hacia mi escondite, vió el libro y clavó sus ojos en los míos. Lo hizo con tal dulzura que una mezcla de gratitud y amor nos unió en un beso interminable. Era su autor favorito.

Después de aquella tarde la volví a ver casi todos los días de mi vida. Los años se evaporaron, Inés y yo pasamos a vivir un tiempo distinto de adultez y dejamos la adolescencia. Alguna vez volvimos a Caballito. Sin embargo, nunca más me animé a recorrer de nuevo los adoquines de la calle Senillosa.

Aún la amo con todo mi corazón. Y pensar que todo comenzó con el embrujo de la tía Coca

miércoles, 9 de marzo de 2011

RONALDO.

Volví la cabeza para mirar al perrito negro ovillado frente al árbol de la esquina. Podía estar muerto o dormido. Sonreí al descubrir que era una bolsa con basura que temía la forma de un perrito gordo. La miré con cariño porque en mi mente estaba la imagen del animal moviendo tímido la cola. Si hubiera sido un perro, lo hubiera invitado a irse conmigo. Tantos años pensando en la soledad, tantos perros callejeros en los cuales nunca me fijé… Le hablé en voz baja para no alarmarlo, le conté pedazos de mi vida mezclados con algunos anécdotas que viví cuando era chico y que justo ahora recordaba: La vez que mis viejos se escondieron y me quedé solo en la calesita y de la desesperación me tiré andando y me raspé todas las piernas .Cuando choqué con la bicicleta de Paladino y me partí un diente que quedó incrustado en su cabeza y otras cosas más. Mirando la bolsa con ternura poco habitual en mí, le susurré al oído palabras que ignoraba de dónde venían: compasión, ternura, amor, entrega Sentí más lástima por él que por mí mismo. Lo habría llamado Ronaldo si hubiera sido un perrito. Me agaché, le di palmaditas y me despedí. “Adiós, Ronaldo”. Sin darme cuenta, la bolsa me siguió durante varias cuadras sin acercarse a mí, la perdí de vista cuando crucé la avenida 41. ¿Ronaldo? lindo nombre me dijo Inés cuando llegué a casa.

sábado, 5 de marzo de 2011

Argentinos en París.

El colectivo se detiene. Abre las puertas, suelta a unos pasajeros, las vuelve a cerrar pero se queda en su lugar : el semáforo está en rojo. Son poco más de las seis de la tarde, es la línea 72 (su recorrido bordea el Sena, del centro al oeste de París, lo que involuntariamente lo convierte en un paseo bastante turístico) y el bus está detenido a la altura de la plaza del Trocadéro. A la izquierda, cruzando el río, se ve la Tour Eiffel.

De repente, alguien golpea con vehemencia las puertas de adelante. Los conductores aquí no siempre abren las puertas fuera de los puntos de parada, pero éste lo hizo. La precipitación del que golpeaba lo debe haber agarrado de imprevisto.

Y ahí, la pregunta, formulada en español, así como se lee, pero a los gritos: “¿Vas a Notre Dame?”

El que pregunta es un argentino, de unos 45 años. Se le suma un amigo, que venía corriendo detrás. Boina de campo, misma edad. Están con dos mujeres, muy posiblemente sus esposas, que se quedan mirando desde atrás.

Silencio total del conductor. Evidentemente no habla español, pero tampoco entiende al argentino que, con la mejor de las voluntades, desmenuza la palabra clave -“NO-TRE-DA-ME”-, abre bien los ojos y mueve las manos por todos lados en un intenso intento por ser comprendido. Si no hiciera tanto frío, una gota probablemente le estaría corriendo por la mejilla.

Nueva tentativa, dando vuelta las palabras: “A Notre-Dame, ¿vas?” –y agregando- “¿Dónde? ¿Bus stop?”

Silencio total del conductor. Y, para ese entonces, de todos los pasajeros: los argentinos están gritando. Lo que hace que los parisinos parezcan todavía más mesurados. Casi paralizados: si bien el volumen de voz es aquí agradablemente más bajo, los parisinos también pueden ser angustiosamente discretos. Y una escena como esta es la ocasión perfecta para mirar, y luego analizar, al otro.

Por fortuna para los gritones, una chica sentada adelante habla español. Les indicará cómo llegar a “No-tre-Da-me”. A los argentinos se les ilumina la cara. No sólo ya saben el camino, sino que además se los explicó una argentina. Y la chica también esta contenta: es el tipo de intercambios que se extrañan en París.

Tienen ganas de seguir conversando: “Ah, son argentinos, sos argentina, ¿qué hacés acá?, ¿Y ustedes?, ¿De dónde venís?, ¿De vacaciones?”, y tantas otras preguntas. Pero el conductor tiene que arrancar.

Esa oda a la idiosincrasia argentina (precipitarse y aturdir, pero lograr lo que se buscaba, y luego sonreír) fue un poco de aire fresco para todos esos pasajeros.

Dos señoras de unos 75 años se quedaron luego hablando sobre un posible viaje a México. Será que el español les hizo pensar en sus vacaciones latinas.

Cuando el colectivo arrancó, los argentinos cruzaron la calle. Para llegar a Notre-Dame tenían que ir en sentido inverso.

domingo, 19 de diciembre de 2010

LA FUERZA DEL AMOR.

Ella se quiere casar. ¿Qué hago?", pregunta Miguel, como cualquier novio en problemas. Pero Miguel está a punto de cumplir 70 años y los últimos 17 los pasó en la Clínica del Parque, con diagnóstico de esquizofrenia residual. "Ella" es Gloria. Tiene 48 años y desde 2007 también vive su esquizofrenia entre las paredes blancas, los ventanales amplios y las miradas perdidas que se cruzan por los pasillos del hospicio. Cuando espera a Miguel, se maquilla y se pone vinchas verdes loro y amarillas en el pelo, según detalla Belén, que trabaja allí hace cuatro años y observa todo el ritual amoroso entre ambos pacientes, desde su escritorio en la entrada.

"Le trae flores de afuera. Se sientan juntos en el comedor; da mucha ternura verlos. Se quieren casar", relata.

La esquizofrenia de Gloria es paranoide y no está compensada, como en el caso del depositario de sus afectos. "Miguel puede salir a dar una vuelta, a comprar algo, pero son pacientes crónicos; ninguno de los dos tiene posibilidades de vivir afuera", subraya el director del psiquiátrico, Osvaldo Brennan.

La explicación de la enfermedad que padece Miguel se asemeja a un terremoto. "Es lo que queda después, en cuanto a los valores de la personalidad", resume Brennan. La historia de Miguel es como la de muchos esquizofrénicos, cuya patología va borrando la huella de lo que alguna vez fueron. En su caso, un empleado bancario que a partir de los 25 años, por brotes sucesivos, comenzó a desmoronarse.

Miguel pisó la clínica en 1993 y ya no pudo salir. No tiene familiares y su obra social le paga el tratamiento en la Clínica del Parque. "Siempre se lo ve deambulando con un suéter escote en V y sus camisitas", describe Belén. "Es fanático del Padrino. Lo ve y lo imita, impostando la voz", añade Pablo Lanfranchi, operador socioterapéutico del lugar.

Desde su consultorio, instalado sobre la calle Pueyrredón, el médico psiquiatra Luis Nenkies se acomoda los lentes y reflexiona acerca de la posibilidad del amor entre personas con trastornos mentales. "Alguien que puede relacionarse con otro a través de un vínculo de pasión, amor y deseo tiene la chance de remontar un poco la patología psiquiátrica que está viviendo, porque ese otro es un espejo, una ilusión. Esa persona pasa a tener un proyecto y mejora su imagen. Si tiene una buena sexualidad, también está pendiente de eso. En ese momento, comienza a curarse la patología. Sería la curación a través del amor. Parafraseando a García Márquez, sería el amor en tiempos de locura."

Según aporta la psiquiatra Vilma Torregiani, que trabajó en la sala de internación de día del Hospital Aráoz Alfaro y luego en el Hospital Italiano, las personas con problemas de salud mental, al igual que el resto, necesitan saber que pueden contar con alguien. "A quién le puede hacer mal amar o ser amado", pregunta y aclara a la vez.

Claro que, dependiendo del momento por el que estén pasando, pueden enamorarse o no. "Si están escuchando voces que les dan órdenes, es un poco difícil. El tipo de amor va a corresponder con el momento de la patología que estén atravesando", analiza Torregiani, miembro de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires.

Para sumergirnos en la lógica de un esquizofrénico, el psiquiatra Hugo Marietan, con una trayectoria que incluye más de veinte años de labor y enseñanza en el Hospital Borda, ofrece una descripción: "Es una patología orgánica, que se produce en el uno por ciento de la población, y consiste en la incapacidad práctica para desenvolverse en la vida. Es una enfermedad incurable y crónica, con síntomas de delirio y un despegue de la realidad muy importante, que va avanzando por brotes. Cada brote degrada más a la persona".

Para ejemplificar, rescata el caso de un joven, estudiante de ingeniería civil, que llegó a ser uno de los mejores promedios de la facultad. "Era brillante. Después del primer brote, empezó a trabajar en un estudio de arquitectura haciendo dibujos. El segundo brote le permitió trabajar en una ferretería. Para cuando se dio el tercero, ya ni siquiera lo tomaron para barrer el negocio", se lamenta.

Desde su escritorio cubierto de libros, Marietan, que también se desempeñó durante varios años en el Hospital Moyano, recuerda el comentario que se repetía en boca de los maridos que ingresaban a sus mujeres en aquel neuropsiquiátrico: "Siempre fue rara".

"Todos dicen lo mismo. Son los casos de las chicas que se casan jovencitas, después del primer brote, y los muchachos no saben. El segundo brote es a los 23 años como máximo y el marido la interna. La persona casada con un esquizofrénico sufre mucho", apunta, y recuerda el caso de una psicóloga, casada con un esquizofrénico que era su novio de la secundaria.

"Se casó igual, a pesar de conocer el tema. Vivieron juntos un tiempo hasta que le agarró el segundo brote y empezó a hacer cosas muy grotescas. Se hizo imposible la convivencia; lo tuvo que dejar", explica Marietan, que es docente en la Universidad de Buenos Aires y uno de los principales especialistas argentinos en psicopatía.

Estos finales tristes, según aportan los especialistas consultados, se dan en la mayoría de los casos. La patología corroe y destruye las relaciones; el amor no logra superar la barrera que levanta la enfermedad. Pero hay excepciones; son pocas pero existen, y algunas sobreviven en el tiempo. Es el caso de Miguel y Gloria, pero también el de Micky y María Susana. Ellos se enamoraron en el lugar menos pensado: en una clínica psiquiátrica de San Fernando donde ambos tachaban los días como pacientes. El, con secuelas de guerra y depresión aguda; ella, con sucesivos brotes que de manera abrupta la devolvían a la pose de una niña de cinco años.

Cuando María Susana se enamoró de Micky, él tenía un ojo de vidrio, una cicatriz donde alguna vez hubo un dedo en su mano izquierda, un oído que dejó de funcionar en la Guerra de Malvinas y fantasmas, muchos fantasmas que lo visitaban de noche. "Ella me eligió", destaca Miguel Angel Boezzio, de 52 años, o Micky, según su nombre artístico, porque él se presenta como actor, como un artista.

Antes de conocerla, Micky había bajado dos veces al infierno. La primera, cuando fue a la guerra y esquivó la muerte agazapado en la trinchera, con el cuerpo apostado en primera línea para apuntar a los soldados ingleses, que trajeron el aluvión de fantasmas en uniforme que aún hoy lo visitan cuando anochece. De aquellos tiempos conserva en su riñonera, que lleva siempre pegada a un costado, la medalla que le entregaron luego del combate, que lustra y extiende para quien quiera ver.

La segunda fue consecuencia de la primera. Micky volvió de la guerra derrotado en cuerpo y alma, y fue a parar al Hospital Municipal José T. Borda. Quince años pasó entre aquellos muros fríos, descascarados, luchando contra soldados ficticios, apuntando con palos de escoba a los enfermeros y cubriéndose con la estructura de su cama de balas imaginarias y sordas granadas.

"Perdoname si yo me pongo de este lado -explica, cortés, torciendo la cabeza hacia un costado-. De este oído no escucho." Sentado en el bar de la Asociación Argentina de Actores, donde trabaja haciendo trámites de lunes a viernes, Micky recibe palmadas en la espalda y un "cómo andás, querido" de un actor que se acerca por una bebida fresca. "Acá soy colaborador; hago trámites; pero también soy un actor más, ¿eh? Con carnet y todo", aclara.

"Ella me salvó la vida -señala sobre su esposa, María Susana, de 30 años, con quien tiene dos hijos-. Estaba envuelto en una relación amorosa con otra mujer, también internada, que era muy violenta, y María Susana le hizo frente y me ayudó psicológicamente. Me dio su contención."

Un mes más tarde, la pareja recibe a LNR en la humilde casa que Micky levantó con tablones de madera y sus propias manos en el barrio de Ensenada, donde viven con sus hijos. Mide apenas cinco por cinco metros y el piso aún está inconcluso, según confirman los tablones desencajados del suelo y la mirada disconforme del dueño, que se excusa diciendo que es cuestión de días. María Susana yace recostada en un colchón que ocupa la mayor parte de la casa, y alimenta a su hijo, de once meses. "Es muy buena persona", opina sobre su marido, mientras ata su pelo oscuro y deja más al descubierto su mirada de niña, una expresión de inocencia pueril que sugiere lo que no veremos: en la hora y media que duró la entrevista no tuvo ningún brote y se mantuvo calma y sonriente.

"A veces actúa como mujer y otras como niña. Es una especie de demencia. Me di cuenta cuando la conocí porque se ponía a jugar con las muñecas, como una criatura. A mí no me importa. Si la quiero, tengo que seguir", se convence Micky, y luego admite que la crianza de los chicos es una responsabilidad muy grande y dura.

La conversación fluye hasta que se le pregunta por los quince años perdidos en el Borda. Cuando se le pide que describa el mundo interior del psiquiátrico, hace una pausa, aclara su garganta y cuando levanta los ojos su mirada es distinta, solemne. "Nunca abandones a un ser querido en el Borda", es lo único que dirá.

Desde la Clínica privada del Parque, que recibe un alto porcentaje de pacientes que ingresan contra su voluntad por indicación médica, su director explica: "Desde el punto de vista técnico de la psicoterapia, el generar relaciones afectivas concretas implica un saboteo en el proceso terapéutico. El amor hay que ponerlo en el proceso de trabajo, porque la situación amorosa se presta para volar. La relación afectiva es un motor impresionante, pero hay que direccionarla".

En esta clínica, ubicada en Parque Leloir, conviven 90 pacientes, la mayoría hombres y mujeres de 20 a 40 años. Brennan, el director que fue testigo del casamiento entre dos pacientes (él con alcoholismo y ella psicótica, luego compensada y dada de alta), destaca: "Es importante direccionar el amor, porque hay una patología de base que a veces se traduce en una canalización patológica en la relación afectiva".

A partir de su experiencia de más de nueve años como operador socioterapéutico en Del Parque, Pablo Lanfranchi observa: "Muchos pacientes empiezan a actuar y simulan una recaída en su patología para atrasar su alta, para no irse de acá porque está su pareja. Eso es muy contraproducente".

Sin embargo, rescata el efecto positivo del amor en ciertos pacientes: "Pasan de estar tirados en el piso a arreglarse y estar más activos; les cambia el ánimo cuando aparece el sentimiento. Se nota como en cualquier otra persona, y se ve una evolución. Quizá después no lleguen a concretar nada, pero los ayuda mucho".

En cuanto a las patologías más severas, los más propensos a enamorarse son los "border", aquellas personas con un trastorno de la personalidad que presentan un yo muy frágil, una identidad muy difusa que busca completarse con algún otro con el que generalmente se identifica. "Ellos sufren una sensación de mucho vacío, que tienen que llenar con elementos o personas", elabora el psiquiatra Nenkies. "Pero son relaciones sexuales promiscuas; no pueden concretar relaciones amorosas muy profundas: son esclavos de su estructura", aclara, y presenta el caso de una paciente con este tipo de patología. "Se enganchaba con cualquier hombre en la calle. Yo la cuidaba porque después venían la desilusión y el maltrato", añade.

En el caso de los depresivos, Marietan, miembro de la Asociación Argentina de Psiquiatría, advierte que es más difícil: "No encuentran resto para mirar hacia afuera. Para enamorarte de alguien, tenés que mirarlo, hacerlo entrar a tu vida. Ellos recuerdan el pasado; no piensan en el futuro".

Luego, explica con un caso cómo afecta una relación cuando uno de los dos sufre una depresión. "El paciente era un ingeniero químico de 40 años, muy inteligente y hábil para los negocios. En su familia, era el que llevaba las riendas de la casa, con un carácter muy fuerte. Hasta que se deprimió gravemente: lloraba constantemente, no toleraba el ruido, las luces, las puertas cerradas, y sentía una tremenda angustia, un sufrimiento atroz, inimaginable para la persona común. Entonces, comenzó a venir al consultorio agarrado de su esposa, que lo llevaba de la mano como si fuera un niño. Pasó de ser una figura bravía a que lo tuvieran que llevar de la mano. Cuando volvió a ser el tipo duro y quiso recuperar los pantalones de la casa, se dio cuenta de que ya no era lo mismo. Miraba a su mujer y ella le hacía bajar la mirada", relata.

En estos casos, la pareja es el apoyo fundamental, pero el amor tiene que ser muy fuerte, porque hay un grave deterioro personal. "Queda una secuela en la pareja; ya no es la misma", sentencia Marietan. Por eso, no hay reglas generales que se apliquen a todos los cuadros psiquiátricos. El amor prospera y ayuda de acuerdo con la profundidad del vínculo amoroso y con el momento de la patología que se encuentra atravesando el paciente. Lo importante, opinan los psiquiatras consultados, es el apoyo externo de la pareja cuando uno de los dos comienza a tratarse.

* * *

-¿Vos me querés pero me decís que me tengo que internar?

-Porque te quiero, quiero que te internes -le pidió Valeria a Gustavo.

Ella tocó a la puerta de su casa y se asustó con lo que vio adentro. Fue un día de semana, a las cinco de la tarde; las persianas estaban bajas y Gustavo no sólo llevaba una barba de varios días, sino que temblaba. "No podía ni sostener el cuchillo para ponerle mermelada a la tostada", detalla Valeria, de 37 años. "Ella fue mi salvadora; me la mandó Dios. Si la dejaba ir, me moría", advierte Gustavo, de 35 años, que comenzó a consumir cocaína cuando tenía sólo 14.

Las primeras épocas de adicción fueron de fiestas interminables: "Todas la noches a un boliche distinto hasta las seis de la mañana". Cuando pisó los treinta años, las luces se encendieron y vio que no quedaba nadie. Ni nada. "Era un tango. Sentía que no tenía nada. La droga me generaba una profunda depresión. Me sentía perdido, frustrado, fracasado. Cuando me iba a acostar, se me venía todo encima; bajaba", relata Gustavo, que al poco tiempo ingresó al Programa Delta para rehabilitarse.

Mientras tanto, Valeria lo llamaba dos veces por semana y lo visitaba cada quince días. Dos horas en colectivo, luego en subte y remise para llegar y verlo un ratito. "Sabés cómo la esperaba", acota Gustavo, que tras nueve meses y un año más de tratamiento ambulatorio pudo superar su adicción.

Hoy, a la hora del té, hay mate y Chocolinas en la mesa que preside Gustavo, en su luminoso departamento ubicado en el barrio de Boedo. "Hoy tengo lo que quiero; tengo vida", dice, mientras de fondo se oye el eco de los dibujitos que mira en televisión su hijo, Matías, de dos años.

En la comunidad terapéutica donde estuvo internado Gustavo distinguen su caso por la perseverancia de Valeria. "Fue fantástica; le puso límites", evalúa Alberto Rey, director del Programa Delta, donde ingresan personas con problemas de adicción y salud mental.

Según indican los especialistas, la capacidad de enamorarse está ligada al aspecto sano del paciente. Aun aquel inmerso en la patología más profunda conserva una parte sana, libre de conflictos. Si el paciente se liga a través de ello, puede tener una relación más profunda; si no, seguirá el pronóstico de su patología.

Mientras camina, desgarbado, alto y pálido, por los jardines del Hospital Municipal José T. Borda, donde está internado desde hace varios años, Alexis recita: "Los árboles no dejan de ser árboles por estar detrás de un muro". Alexis es joven, tiene el pelo negro, largo y ensortijado, y escribe poemas que se leen los sábados por la tarde en la radio La Colifata, que transmite desde el psiquiátrico. Un cigarrillo cuelga de sus labios cuando dice, con el ceño fruncido: "Tanto en la locura como en el amor, la belleza se encuentra en el entendimiento".

Por Victoria Pérez Zabala
revista@lanacion.com.ar


"SE HA FORMADO UNA PAREJA"... DIRIA FREUD
Las alteraciones psicológicas que germinan, se reproducen y combinan por fuera de los muros de los psiquiátricos son muchas. Los especialistas consultados ofrecen una lista de las parejas más frecuentes y aquellas destinadas al fracaso entre el resto de los neuróticos mortales. La ganadora, en primer lugar, es la del obsesivo con la histérica. "El obsesivo es rígido, ritualista; tiende a ser muy ordenado, detallista y meticuloso. Es el que coloca en el mismo ángulo el paquete de cigarrillos sobre el escritorio. Es celoso y, generalmente, muy bueno para los trabajos de precisión: contadores, diseñadores gráficos, pintores. La histérica es exactamente al revés: desordenada, agarra y tira. Es coqueta, cuidada, "aquí estoy, mírenme". Es seductora, graciosa, abierta y sociable. Necesita ser sociable para ser mirada y tenida en cuenta", describe el médico psiquiatra Hugo Marietan, miembro de la Asociación Argentina de Psiquiatría.

"A pesar de sus diferencias, es una de las parejas más frecuentes. Se complementan. El mundo del obsesivo es muy seco y sin gracia, y la histérica le pone color a su vida. Lo vi en muchas parejas. Viene el obsesivo y se queja de la pareja por su desorden, y la histérica también. Pero funcionan bien", analiza Marietan, que dirigió por más de veinte años los cursos de Semiología Psiquiátrica en el Borda.

Es como si uno buscara en el otro lo que le hace falta. En cambio, contrasta el experto, dos histéricos no pueden estar juntos. "No es tan común. Los dos están compitiendo sobre quién llama más la atención. Hay crisis y peleas. Conozco uno que está obsesionado con la altura y cuando sale con una mujer le pide que no use tacos altos. Una vez me dijo: «Lo que me da bronca es que la miran más a ella que a mí». Es que ellos buscan chicas llamativas, pero después no se lo bancan", señala.

Las parejas que tienen las mismas características están destinadas al fracaso, pronostica el experto. "Si los dos son dominantes, autoritarios, pueden andar muy bien en la cama, pero después se matan. Se viven peleando por el territorio. No duran mucho", augura.

Otra de las parejas que suelen formarse es la de la mujer dominante con el pasivo agresivo. "La mujer, cuando es dominante -que es el grueso de la población femenina, aunque ninguna mujer dominante reconoce que lo es-, puede convivir con los pasivos agresivos, que son aquellos a los que les gusta que los lleven. Suele suceder que ella le pide que tome una iniciativa y él le responde «sí, querida», pero después cumple las órdenes que él quiere cumplir", revela, entretenido.

"A las mujeres así, que resuelven los problemas por sí mismas, se les pegan los pasivos agresivos. Ellos son dóciles, diplomáticos, conciliadores, buenos negociadores; no quieren tener amigos porque tener un amigo es un problema. Tienen un carácter muy agradable. Así es como a la paranoide, la dominante, que es un poco hosca, le viene bien un tipo sociable", resuelve.

El amor también puede nacer entre la histérica y el paranoide. "El, muy responsable en el trabajo, un poco líder, es como un papá para la histérica, que tiene una nenita adentro. Se forma mucho esa pareja. Ella lo busca para sentirse segura y él a ella porque es graciosa, muy llamativa. Eso atrae", observa.